LAS MANOS DE MI MADRE (A LA MUJER CAMPESINA)
Lectura del fragmento Planchar (Las manos de mi madre).
Me detengo asombrada en la perfección: alisar, estirar, estirazar. Mi mirada de niña carente se asombra con la atención plena, la concentración y la atención que mi madre era capaz de poner en una tarea. Me alejé de este mandato de la tarea bien hecha, en cuanto pude. Todo lo de ella me parecía que me anclaba en un mundo atrasado, iletrado, irrespirable. Busqué la atención plena y la plena presencia en el yoga, la meditación, la Gestalt, el camino de Santiago, la montaña. Busqué otras maneras nombradoras de la atención. No quería heredar su precepto: "Estate atenta". No se han reconciliado en mí la rabia y la búsqueda, pero sí me doy cuenta de que no son tan lejanas las maneras de nombrar. Me doy cuenta (ahora) de que también mi madre soñaba y en su descuido la plancha se quedaba para siempre dibujada en la tela blanca. Me enseñó también la imperfección, la desatención, pero no me di cuenta, probablemente no respiré ese día y la plancha dibujó la carencia en mi corazón. Como niña anhelante creí que el sueño solo a mí pertenecía. Me han hecho falta muchas sesiones terapéuticas para aceptar que ella también soñaba. El sueño fue aquello que la asfixiante sociedad patriarcal no pudo extirparle. Soñar y una puntada bien dada era lo que quería transmitir a su niña. Solo la escritura me está permitiendo ver en mi madre a una persona con sueños propios. Por qué escribo, para descubrirla en mi soledad.
Ir de
viaje fue siempre una cuestión de enfermedad, madrugada, amanecer, espera, y
pérdida del autobús.
Siempre
había desde dentro alguien que exclamara:
—
¡Espere usted a esa mujer! ¡Que viene desde lo alto del cortijo corriendo!
— ¡Y
con su hija mala!…
—El
Canelo, desde su tartamudez, también quería contribuir a que el autobús
esperara. Una vez más no consiguió articular ni una sola palabra.
A veces estas voces, este coro matutino tenía resultado y
el autobús esperaba y, entonces, Ana se subía con la Alsina en marcha; pero
otras arrancaba dejando un gran reguero de polvo cuando Ana creía que estaba a
punto de alcanzar el coche, el coche de las ocho. No quedaba más remedio que
esperar al de las diez.
Algunos
pasajeros la miraban desde la ventanilla. Detenida en la parada. Miraban a Anica.
La iban dejando atrás cuando el autobús doblaba la curva y se perdía por La
Mezquitilla.
Y no
fue que Ana no hubiera madrugado, no. Es que antes quería dejarse las cosas
hechas (la cama, el suelo, la comida, la plancha…) y es que Ana nunca tuvo
buena memoria y muchas de esas veces, a mitad de la cuesta, tenía que volverse
a por ese papel del médico de su Anita que tenía que llevarle al especialista
de la calle Córdoba. Era tan indescifrable se papel para Ana, aunque solo fuera
el nombre borroso de una inyección que Anita se tenía que poner, para ella era
indescifrable. El médico la miraba, inquisitivo, cuando Ana sacaba todos esos
papelillos arrugados y todas las cartulinas recortadas de manera dispar con los
nombres de las ocho clases de pastillas que tomaba su niña.
Creía
Ana que en esos papelillos se encontraba la curación de su niña y que era muy
importante que el especialista los viera. Por aquellos años esta madre no había
perdido la esperanza. Porque la esperanza es lo último que se pierde y ella,
aunque no se lo contara ni al médico ni a su niña, por las noches hervía
pellejos de bicha para su hija y le daba ese caldo de los pellejos de bicha que
su hermana Adelaida le mandaba desde la Vega. Y esperaba la curación, porque
para eso su hermana le había escogido los mejores pellejos, cuando la bicha
estaba criando; esos pellejos eran los que curaban y no otros. Y nunca le faltó
a su niña el vino Quina ni las mejores vísceras de la carnicería de Eulalia ni
las primeras frutas de cada temporada que las vecinas llevaban para esa
muchacha tan guapa y que había caio mala.
En el
autobús, pronto una de las viajeras, Estrella la Mollera, con el don de Kairós,
cantaría o contaría algo o bien improvisaría una flor en el pelo, de modo que
llegando a La Caleta, el Canelo había recuperado el habla y las vecinas la
risa.
La
mirada de Ana no se detenía mucho tiempo en la pérdida, nunca se turbaba, ponía
la mano y paraba algún coche. Algunas veces había suerte y la llevaban hasta
Málaga, otras no, y, sin turbarse, aprovechaba para comprar elpescao y
limpiarlo en la casa de Mercedes, quitarle bien las agallas a la araña, a la
herrera y al rascacio. Mientras tanto ella amamantaba sus propias agallas.
Otras aprovechaba para los mandaos y cuando quería darse cuenta era el
momento de Crono: cruzar y montarse en el coche de las diez. Mientras Ana subía
comprobaba, inquieta, que los papelillos siguieran allí en su bolsillo. Los
tocaba con sus manos queriendo atrapar la curación.
Las manos de mi madre se extienden (sin publicar)
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